DICOTOMÍA DE LA MUERTE

Me abruma tanta muerte, tantos muertos, tanto desconsuelo que tiñe de negro infinito e inapelable las portadas de nuestros periódicos. Ahora, en nuestro Logroño, el caso de Vanesa (en el que no me quiero introducir ni por un segundo), las niñas de Hallowen en Madrid de este fin de semana, o la muerte casi diaria que viene envuelta y retractilada de no se sabe cuántas mujeres por sus amores de antaño; asesinatos y muertes que se replican constantemente en un discurrir inagotable y que nos tragamos como si en el fondo nada extraordinario sucediera. Pero detrás de cada una de esas cifras que día tras día son deglutidas por el rodillo de la actualidad hay una persona, una historia truncada y un entorno familiar destrozado para los restos. Hablamos de la muerte con la misma naturalidad que se hace de las cifras del paro, de la prima de riesgo, de la subida de los créditos hipotecarios o de los millones que se mete al bolsillo no se qué rutilante estrella del balompié. Hablamos de que las personas dejan de existir como si estuviéramos contando ovejitas en una de esas noches de inoportuno desvelo. No nos sobresalta una muerte si aparece en un periódico o llega por millares de no sé qué maremoto en Indonesia. Sin embargo, cerramos los ojos y la tenemos presente en nuestros pensamientos porque sabemos que en cualquier segundo nos puede visitar, sin esperarla, como esos besos adolescentes y furtivos donde los labios sabían a papel de fumar. La muerte banal de las hemerotecas y la muerte imprevisible que a buen seguro nos espera parecen dos raíles siempre igual de separados pero que sólo la ilusión óptica del horizonte es capaz de unir. Y sólo la muerte es conocedora, acaso, de dónde se le colocará a cada cual su última página del calendario. # Este artículo lo he publicado hoy en Diario La Rioja.