ARDOR AMARILLO

Nacho Vidal había pasado a la intrahistoria genital española por tener una tranca que no le cabía en un vaso de tubo (tal y como el famoso actor se refería al petulante tamaño de su miembro); es decir, un mástil mayor que el de la insólita y gloriosa historia del cipote de Archidona, aquella que tan bien glosó Cela cuando un fogoso cateto de la provincia de Málaga regó con su hombría toda la platea de un cine después de que una moza consintiera la meneanza necesaria para que aquello explosionara «con tanta fuerza que más parecía botella de champán, si no geiser de Islandia». Nacho Vidal es, sin duda, un fenómeno de la naturaleza, un astracán en el que habita un pepino gigantesco, un manubrio con el que ha triunfado en platós de los cinco continentes a sabiendas de que su verga era (o es, yo ahí no me meto) tan incansable como volumétrica. Pero a Nacho, además de las cuestiones de la cachiporra, le iban los negocios: producía pelis, hacía papeles dramáticos, tenía garitos en la costa valenciana e incluso un restaurante en Formentera. Y, además, montaba a caballo, ya que últimamente confesaba que le interesaban más los cuatralbos que las gachís, es decir, las colas que los coños. Pero a Nacho, el tipo del banano en el que nunca se pone el sol, lo han pillado en líos con la mafia china, ésa que te rebana el cuello y te corta minga en juliana cuando se la juegas, ésa que no se anda con remilgos para traficar con personas o con sustancias, con niños o con talleres clandestinos para hacer réplicas por millones de relojes, chaneles o botas de Adidas. Vidal, como el cateto malagueño, parece que se dedicaba a blanquear el orbe mafioso solo o en compañía de algún concejal. Da qué pensar que con tanto poderío y sexo al final haya sucumbido al vil metal. # Este artículo lo he publicado en Diario La Rioja.